A esa época de mi vida la llamaré ausencia, una falta de mi misma, y de todo lo que me hacía feliz, aunque a esas alturas nunca supe descifrar que me hacía feliz. Solo buscaba situaciones que me hicieran sentir algo, lo que fuera, no importaba si sufría o reía, lo importante era sentirme viva. Me encontré a mi misma en lugares inexplicables con personas desconocidas, en situaciones bizarras. De un momento a otro hacía citas a ciegas, o me encontraba caminando sola por la autopista, podía dormir medio día, o sencillamente llamar a aquel a quien tanto odié para que me hiciera compañía en la noche.
Sólo estaba desesperada por llenar ese vacío existencial, quería mantenerme ocupada, no quería recordar que todas las mañanas hacia un esfuerzo sobrehumano por levantarme de la cama. Era ver mi vida desde lejos, era ver la manera tan rutinaria con la que yo existía. Mi alma estaba ausente; solo me importaba llegar a casa y dormir, y volver a la rutina de siempre.
Hasta el sufrimiento y el dolor que tanto me habían abrumado, se habían convertido en costumbre, porque de hecho ya todo había perdido importancia para mi, un amanecer, o un cigarrillo, daba lo mismo. Al final del día nada cambiaba, todo permanecía constante. Hasta ese desamor que tantas lágrimas me había sacado era un recuerdo que se lo estaba llevando el viento; veía a ese hombre a quien tanto había querido, y lo único que podía sentir era lástima.