jueves, 13 de junio de 2013

Una mañana sin pájaros...

Para Valeriano una mañana sin pájaros era inconcebible. Un domingo de primavera Valeriano Cárdenas amaneció por primera vez en la ciudad. Hasta entonces había vivido en el mismo barrio en que nació en un campo del sur de la isla. Acababa de cumplir setenta años y su esposa lo había abandonado porque no era un hombre de Dios, no le gustaba la música ni las reuniones familiares y el único Quijote que conocía le pertenecía al ron Don Q. Cuando le comenzaron los achaques de la reuma sus amigos le sugirieron que se mudara a la ciudad y abandonara la humedad del campo, que eso lo haría sentir mejor. Además, estaría más cerca de los hospitales. Convencido, retiró sus ahorros producto de sus cuarenta años de trabajar como oficial de seguridad en la recepción de una oficina de la autoridad de energía eléctrica, y se compró una casa pequeña en una urbanización. El agente de bienes raíces lo llevo a ver varias, pero aquella casa lo cautivó. No era muy diferente a todas las demás de aquella urbanización que tenía más de treinta años de construida, pero cuando vio la terraza con techo de zinc y el patio con varios árboles frutales  le pareció que aún estaba en el campo y supo que en los días de lluvia cuando el agua repicara sobre el zinc reviviría sus memorias del barrio.

Antes de abrir las cajas pintó toda la casa y las puertas. Le puso sellador al techo para protegerlo de las filtraciones y se aseguró de que las tuberías de agua y las conexiones eléctricas estuvieran en óptimas condiciones.

Aquel domingo de primavera se sentó en la terraza a esperar que los pájaros se acercaran, mientras sorbía el café. A lo lejos divisó un chango en el patio del vecino. El ave, de plumaje negro azul, sacaba de la bolsa de comida seca del perro un cuadrito, lo agarraba en su pico, se acercaba con brincos cortos a un depósito de agua en el cemento, lo sumergía por un momento y luego se lo comía. Valeriano estaba maravillado ante la astucia del Mozambique de Puerto Rico que debería estar comiendo insectos del piso, o garrapatas, o frutas. Una Reina mora se paró en el medio del patio de Valeriano y el la observó esperando a que se acercara. Pero el ave de líneas blancas cruzándole el rostro se paseaba temerosa. Cuando Valeriano se paró de su silla levantó el vuelo.

La mañana siguiente, Valeriano se sentó en la terraza, puso azúcar en la palma de su mano, extendió el brazo hasta descansarlo en la baranda de la terraza y se mantuvo lo más quieto posible esperando a que las aves se acercaran. Ese día no tuvo suerte, pero al cabo de varios días la vacilación de las reinitas fue cediendo y una de ellas se posó sobre su mano y comenzó a picotear la azúcar exhibiendo airosa su pecho amarillo.

La experiencia había sido tan maravillosa que comenzó a idear diversas formas de atraer a otros pájaros. Visitó el almacén de Oboa, compró comederos y se abasteció de alpiste, mezclas de semillas y maíz. Colocó los comederos alrededor del patio para ponerles azúcar a las aves y, desde su terraza, todas las mañanas lanzaba maíz, alpiste y semillas al centro del patio para disfrutar el espectáculo de ver los pájaros acercarse: los changos, las reinitas, las golondrinas, las palomas. Los sonidos agudos de las aves pequeñas y el grito abierto del chango invadían la quietud de la mañana. En ocasiones atraían a un curioso zumbador que se acercaba a darle vueltas al grupo para luego partir hacia las flores.

Cuando llegaron las lluvias de septiembre Valeriano observó que el agua se aposentaba en el techo y se derramaba por el lado de la casa, pero los salideros del drenaje estaban secos. Se trepó al techo a investigar la situación. Cuando llego a las esquinas de los drenajes se agachó, metió la mano en el hueco y trajo un puñado para examinarlo. Al abrir a mano descubrió entre las hojas y los diminutos palitos, las semillas de maíz y de alpiste. Prosiguió con la limpieza de los drenajes hasta que toda el agua salió del techo.

A la mañana siguiente Valeriano se sentó en la terraza luego de lanzar el alpiste, las semillas y el maíz. Cuando llegaron los pájaros, lentamente levantó de su falda un rifle de perdigones, apuntó, disparó y mató al primero de cientos.

Yolanda Lopez

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